Historias de Horror

El valle de los muertos

Santiago se retuerce en la silla, pues tiene amarrados los brazos y las piernas, mas los ojos no se apartan de su...

Written by Eduardo Ferrón · 6 min read >

I

Se escucha el frío de unas pinzas triturando un hueso y un grito casi ahogado por el llanto.

Santiago se retuerce en la silla, pues tiene amarrados los brazos y las piernas, mas los ojos no se apartan de su mano ahora incompleta, quemada por la sangre que le mancha el pantalón y que se aglutina en el suelo, reflejando la luz amarilla de la única lámpara en la habitación.

La cabeza le cuelga casi inerte con los cabellos embarrados en el rostro, ocultando unos ojos inflamados. Luego murmura cosas que de pronto carecen de sentido.

Don Alfonso le dice al oído, con ese tono jactancioso que tanto le agrada:

—Magnífico, Santiago, pero no es suficiente.

Se endereza, da la orden. Los buitres se acercan y sujetan a Santiago con una brutalidad ahora innecesaria, este grita desolado ante su impotencia.

Esta vez las pinzas se atoran y el hueso cruje varias veces. Terminan cercenando el dedo casi a tirones, este cae al suelo a varios pasos de un Santiago que apenas siente dolor, pero que tiene los ojos flotando en lágrimas.

Los buitres se alejan dejando en el suelo unas huellas rojas y pastosas que no se molestan en limpiar. Uno levanta los dedos y los mete en una bolsa transparente, la infla y amarra como un globo; estos se funden en el hielo formando un caldo viscoso y grotesco.

Santiago apenas se mueve, le han dejado vacío.

Don Alfonso le observa con una atención sobrehumana.

—Ya saben que hacer —dice a sus buitres, estos desatan a Santiago y arrastran hasta una camioneta que los espera con las puertas abiertas. Apenas lo levantan unos centímetros del suelo y arrojan al interior. Santiago gira tres veces, se golpea la cabeza y permanece boca arriba.

Pero esto Don Alfonso no lo ve, les ha dado la espalda. Ni siquiera observa cuando cierran las puertas. Lo ha visto otras veces, incluso puede imaginar las luces del auto al encenderse, el chillar del motor, el humo en el escape y el movimiento tortuoso del vehículo al atravesar su propiedad y salir a la carretera, donde se pierde en la vacuidad de la noche.

En cambio, prefiere subir las escaleras a la entrada de su casa, saboreando cada paso, cada sonido, cada momento; hasta llegar a una puerta que abre y atraviesa sin pensarlo dos veces.

II

La luna se filtra por las cortinas revelando un sofá, un tapete y una mesa pequeña con una lámpara metálica. Don Alfonso se acerca y la enciende, con esa confianza que uno adquiere después de hacerlo unas mil veces.

Aparecen un escritorio, un armario y dos libreros que corren a lo largo de las paredes, ambos infestados de libros. Un par de cuadros adornan las paredes, estas con el tapiz resquebrajado. El polvo es constante, pues cubre todos los rincones en la habitación. Es un orificio en el mundo, oscuro y olvidado.

Don Alfonso saca una botella de un cajón del escritorio. La observa, es un licor viejo y barato pero le gusta por eso, por agrio y corriente. Le da dos tragos, deja que el alcohol se escurra por la garganta y le caliente las entrañas.

Sonríe en su interior.

Toma la botella y se acomoda en el sofá, piensa rápido en una buena razón para celebrar. Apaga la lámpara y cierra los ojos, estos siguen impregnados de gritos y plegarias. Vuelve a sonreír, pero esta vez la sonrisa queda en sus labios, casi puede sentir el sabor a sangre en los dientes. Le desagrada, lo enjuaga con un trago y luego otros hasta quedar inconsciente.

A media noche despierta, los pulmones no le responden y el corazón le cuelga pesado contra las paredes del pecho. Intenta moverse pero no puede, en cambio los ojos le bailan en sus cuencas. Entonces lo escucha, un gemido al principio, una risa después. Sube por sus piernas y pecho, le aprieta el cuello. Una cosa fría e invisible. Podría jurar que había puesto la boca junto a su oído, sentía lo húmedo, la peste. Fue un instante apenas, pero lo suficiente para que el sonido quedara grabado en su mente.

Por último, recibe un golpe cuyo eco reverbera en las cavidades en su cráneo.

III

Uno piensa que ha superado el miedo a la noche, hasta que se enfrenta a una oscuridad absoluta. Entonces tu respiración se corta, tus miedos florecen y lo irracional parece bastante razonable.

A Don Alfonso le ocurrió algo similar.

Al principio imaginó que quizá tuviera los ojos vendados, pero después de restregarles varias veces descubrió que estaba inmerso en una oscuridad desconcertante.

Incrédulo, despegó la cara del suelo. La camisa empapada en sudor se le pegaba al cuerpo, no traía zapatos ni calcetines. El reloj tampoco estaba, ni las cadenas de oro ni los anillos.

—Es un estúpido sueño —se dijo, pero no logró convencerse.

¿Estaría muerto? ¿Esto pasa cuando mueres? Se preguntó.

—¿Muerto? —dijo una voz que parecía venir de todas partes.

Hay pocas cosas más horrorosas que escuchar un sonido del que no se tiene idea sobre el origen y para Don Alfonso no era la excepción, el cuerpo se le puso tieso del terror que sintió.

—No muerto —continuó la voz—, todavía no.

Entonces comenzaron a escucharse los típicos sonidos de ultratumba: cadenas arrastradas entre las piedras; metales que rasgan el suelo como uñas en pizarra; cientos, tal vez miles, de pasos que se movían pesados hasta formar un círculo, estando él en el centro. Lo peor eran las risas, si eso es lo que eran.

De pronto la oscuridad se partió en cientos de ojos que le observaban expectantes. Ninguno parecía humano, pero lo eran, lo descubrió cuando aparecieron las narices y las bocas, las orejas y los dientes, brazos y todo lo demás. Su aspecto, sin embargo, era putrefacto. Estaban muertos en todo caso, o tenían que estarlo.

—¿Que… Que quieres decir con eso? —dijo Don Alfonso.

—La muerte sería magnífica, pero no es suficiente.

—¿Qué dices?

—¿No lo recuerdas? Es lo que sueles decirles siempre.

—Pero yo… ¡Yo no los maté!

—Descuida —concluyó la voz—, tampoco lo haremos.

Entonces él, o eso, se acercó y tomó a Don Alfonso por una pierna. Parecía más una sombra de mil brazos, que un hombre. Parecía más una ceiba ennegrecida por las llamas del infierno. Así de grande y majestuosa, como oscura y siniestra.

Don Alfonso no pudo resistirse, su cuerpo ya no parecía suyo. Además, poco o nada podía hacer al respecto. ¿Que haría, arrancarse la pierna y escapar con la otra?

La sombra lo arrastró entre piedras, clavos y vidrios. La ropa se desgarró enseguida, lo mismo que la carne. Dejaban a su paso un camino de piel y sangre que los otros demonios seguían. En sus ojos brillaba aquella desesperación del hambriento en presencia de un trozo de carne. Otros permanecían cerca y gritaban cosas ininteligibles, gruñían quizás. Parecía mas el desfile de un carnicero.

En algún momento, uno de estos demonios se echó al suelo para lamer la sangre y probar la carne que estaba ahora entre la tierra y las piedras. Sus ojos cambiaron, podía decirse que se encendieron, y lo poco que había de humano en ellos desapareció por completo.

Otros le siguieron, todos al final perdieron el control y se lanzaron aullando contra su cuerpo ensangrentado. La sombra reía, pero aceleró el paso. Sus mil brazos se movían como látigos repeliendo a los demonios, quienes caían al suelo y retomaban la marcha al poco tiempo. Algunos alcanzaron a Don Alfonso, se colgaron de sus brazos y pecho, le clavaron las uñas, mordieron hasta arrancarle trozos de carne y vísceras.

Don Alfonso lloraba desolado, impotente. El dolor le parecía insoportable, pero observar esa jauría enloquecida arrancarle pedazos del cuerpo era bastante peor. Decidió cerrar los ojos, cuando menos así podría concentrarse en el dolor.

Avanzaron de esta forma hasta llegar a un acantilado, donde las rocas rompían un mar tan negro como la misma noche. Entonces, entre risas, la sombra lo arrojó hacia las rocas en el fondo. En su trayectoria, Don Alfonso encontró en el horizonte un rayo de sol que rompía la noche, dibujando el contorno dorado del planeta. Luego rebotó entre las piedras, haciendo pedazos los pocos huesos que mantenía intactos.

Don Alfonso hubiera dado todo por morir en ese instante, por alguna razón los residuos de su cuerpo le mantenían con vida, por más imposible que esto parezca.

Arriba, los demonios se acercaron al borde y gritaron encolerizados, al punto que entre ellos comenzaron a despedazarse. Otros decidieron que aún podían darle alcance y se deslizaron por las paredes. La grieta de luz los dibujó horribles, deformes.

Don Alfonso, al observar que estaba solo y desprotegido, en un lugar y forma que no podía hacer algo para escapar, rodeado de seres que escapaban a su imaginación y terror; hizo lo único que no había hecho hasta entonces, cerró los ojos y dijo entre lágrimas:

—Lo siento… Lo siento mucho…

Sus lágrimas cayeron a las rocas, donde se mezclaron con las aguas negras del mar. Brotaban limpias, sinceras, vaciando su mente y pecho, desvaneciendo los gritos de los demonios, sumiéndolo en un sueño tranquilo y dejando un sabor dulce en la boca.

IV

Lo despertó el canto de un ave que brincaba entre varias ramas en un arbusto cercano. Un gallo cantaba también en alguna parte. El sol había salido y comenzaba su faena, pintando todo de amarillo. Las mariposas comenzaban el vuelo y las abejas su colecta frenética. Un gato se había detenido a observarlo, ahora le maullaba. La vida salía de aquel sueño que llega con la noche.

Se enderezó, incrédulo una vez más. No sabía donde estaba, no parecía su hogar.

Junto a él, como el humo de una fogata al momento de extinguirse, estaba aquel ser de los mil brazos. Le miraba con un rostro diferente y con una voz dulce le dijo:

—Vuelve a empezar.

—No sé como empezar. ¿En donde? —dijo Alfonso, quien sentía que el corazón le latía una vez más.

—Eso no importa —respondió la sombra, convirtiéndose en brisa y bajando la pradera.

Alfonso estaba solo, sentía que el pecho le quemaba y los ojos a punto de llorar. Se sentía también nuevo, libre y ligero. Se sentía en paz.

Colina abajo había un pueblo pequeño y humilde, donde el humo comenzaba a salir de las chimeneas. Escuchaba las gallinas y los cerdos, observaba los hombres preparándose para trabajar.

Observó por última vez donde había estado la sombra, ahora una ceiba se erguía majestuosa cuyas ramas bailaban con el viento.

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Written by Eduardo Ferrón
Desarrollo software, tomo fotografías y escribo pequeñas mentiras. En este sitio publico algunas de ellas y platico sobre mis muchos libros que algún día terminaré y publicaré. Profile

La mitad oscura

Eduardo Ferrón in Historias de Horror
  ·   1 min read

8 Replies to “El valle de los muertos”

  1. como siempre hermoso he inspirador!!! y me llego en el momento exacto en el ke necesitaba volver a comenzar te amo hermanito!!!

  2. Sólo espero que don Alfonso haya aprovechado esa segunda oportunidad, creo que en algún momento de nuestra vida todos nos enfrentamos a ellos.

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